Por Carlos Peña
vía emol
Domingo 06 de Marzo de 2011
¿Cómo se juzga el desempeño de un gobierno?
Las alternativas son varias.
La más obvia consiste en atender a sus promesas. ¿Hizo lo que ofreció? Una elección semeja un acto de consumo: los votantes compran bienes que los candidatos ofrecen. Evaluar a un gobierno consistiría en averiguar si entregó los bienes en razón de los cuales los electores le entregaron su voto.
Otra consiste en atender a las políticas públicas. Las intervenciones en salud, educación o justicia, ¿están bien orientadas y son eficientes? En este caso, y a diferencia del anterior, los ciudadanos no serían consumidores, sino accionistas. Y los gobernantes no serían proveedores, sino gerentes.
Aún es posible evaluar a un gobierno por su comportamiento estrictamente político. ¿Ha consolidado su red de apoyo, entusiasmado a sus partidarios y alentado una sucesión exitosa? Aquí el gobierno es visto como un aparato de poder que anhela conservarlo ("el primer deber del Príncipe -dijo Maquiavelo- es mantenerse como Príncipe").
Y está la dimensión simbólica. Los cargos suponen deberes -expectativas de rol- distintos de la subjetividad de quienes los desempeñan. Quien ejerce el gobierno debe representar -con su comportamiento, sus modales- ciertos valores. ¿Ha estado a la altura el gobierno?
Hay así cuatro preguntas que ayudan a juzgar el desempeño gubernamental: ¿cumplió sus promesas? ¿Diseñó políticas innovadoras y eficientes? ¿Logró cohesionar a sus aliados? ¿Representó simbólicamente a las instituciones?
Por supuesto, es difícil que un gobierno tenga éxito en todas esas dimensiones. Algunas de ellas son rivales de otras. Si lo hace bien en una, puede irle mal en las demás. El caso Van Rysselberghe es un ejemplo: la decisión de Piñera evitó problemas en su coalición (y favoreció a su red de apoyo), pero defraudó a los electores (quienes confiaron en que sería implacable con las malas prácticas). Otro ejemplo es el posnatal: con él Piñera cumple una promesa de campaña, pero arriesga ejecutar una mala política pública (que puede encarecer el costo de contratar mujeres).
Y es que gobernar -sobra decirlo- no es fácil. Menos para una personalidad narcisista como la del Presidente, que gusta esparcir expectativas desmesuradas respecto de su propio desempeño.
Pero, sumando y restando, ¿qué conclusiones habría que alcanzar?
Las más obvias son las que siguen.
¿Diseñó políticas innovadoras y eficientes?
Hasta ahora no hay nada que augure transformaciones parecidas a las que llevaron a cabo la dictadura (que, cruel y todo, innovó) o la Concertación (que modificó el tipo de Estado que heredó ). Los temas que dan identidad ideológica a la derecha, la disminución de impuestos, la desregulación del mercado laboral o las mejoras en las políticas de seguridad, hasta el momento brillan por su ausencia.
El gobierno compensa esa rara situación -una derecha que no se atreve a llevar adelante sus ideas en materia de impuestos, flexibilidad laboral o seguridad ciudadana- con una promesa de management : una gestión pronta, racional y eficiente. La epifanía que muchos vieron en el caso de los mineros se fundaba en esa esperanza: escasez en el diseño de políticas, pero rigor y eficacia en la administración pública. Era una promesa que, juzgada sobre el fondo de los tropiezos de la Concertación, no estaba nada mal.
Desgraciadamente, el caso de la intendenta privó de toda plausibilidad a esa promesa: junto al aura de eficacia y eficiencia que todavía acompaña a Golborne, se sumó la sombra de caciquismo y mentiras de Van Rysselberghe.
Hasta ahora, entonces, ha habido políticas poco innovadoras (cuando las ha habido) y la promesa de new management sigue pendiente (y se la recuerda cada vez menos).
¿Se compensa, sin embargo, la mezquindad en el área de las políticas públicas con un mejor desempeño en el de la política propiamente tal?
El desempeño político
No del todo. Piñera repitió una característica del gobierno de Alessandri: decidió erigirse por encima de los partidos y prescindir de los políticos de profesión. Esto explica que en su gabinete haya nombrado a managers . Tras esa decisión -que el ingreso de Allamand y Matthei corrigió apenas- está el prejuicio de que el buen gobierno exige subordinar la política a la técnica. Piñera no se ha desempeñado bien en el campo de la política -la lucha cotidiana por construir alianzas y ganar adhesiones- debido a esa convicción: él cree que la política, imprescindible a la hora de hacerse del poder, es sólo relativamente necesaria a la hora de ejercerlo.
Su ministro del Interior, por otra parte (alguna vez se comparó a Antonio Varas, mostrando así cuán exagerado es su ideal del yo), no ha contribuido a cohesionar a los aliados. Caviló durante semanas la decisión en el caso de la intendenta, y el resultado fue el peor de todos: ni la ciudadanía ni la UDI quedaron satisfechas. Su decisión ni ganó amigos ni derrotó enemigos. El ministro tiene, además, un tono aleccionador que resulta pretencioso: cualquier cosa que él mismo haga u observe le permite, cada cierto tiempo, subrayar virtudes (por supuesto propias). El ministro muestra así una alarmante divergencia entre la manera en que se percibe a sí mismo (un Premier sobrio y riguroso) y la manera en que lo ven los demás (apenas un ministro solícito con el Presidente).
Complicado.
¿Cumplió hasta ahora sus promesas?
Juzgar a un gobierno por la medida en que cumple sus promesas puede resultar injusto. Las campañas llevan al exceso retórico. La frase que se atribuye a múltiples políticos -desde Mario Cuomo a Tony Blair- "las campañas se hacen en poesía, pero se gobierna en prosa" desaconsejan tomarlas demasiado en serio. Como esas promesas se hacen en condiciones de racionalidad disminuida, incluso es mejor que no se cumplan. Tratándose del Presidente Piñera, además -en quien los lapsus linguae son tan frecuentes como sus tics-, es aconsejable considerar sus promesas como meras alusiones retóricas a objetivos generales.
¿Qué objetivos generales insinuaron sus promesas de campaña y qué acciones se han realizado para promoverlos?
En esta parte el balance no es del todo malo.
Piñera prometió una política de respeto de los derechos humanos, la neutralidad estatal en materia de orientaciones sexuales, protección a la maternidad y una revolución educativa.
Algunos de esos objetivos no se han perseguido con ahínco -por ejemplo, el trato igualitario a los homosexuales-, pero no hay ninguno que se haya dejado al olvido. Incluso algunos, como el proyecto del posnatal, se han promovido un poco más allá de lo que la ideología de la derecha -contraria a la consagración de derechos sociales a ultranza- aconsejaría. Cuando se lo mira con cuidado, se descubre que el proyecto más fiel a la ideología de la derecha ha sido el de educación. En él se respiran todos los temas que caracterizan a la derecha, sus defectos y sus virtudes: el amplio uso de incentivos, las evaluaciones, la competencia. Es hasta cierto punto irónico: la política más coherente con su propia identidad que el gobierno ha logrado impulsar ha estado a cargo del rival al que, para acceder al poder, derrotó.
No cabe duda de la voluntad del gobierno por perseverar en los objetivos que sus promesas de campaña dejaron traslucir. El problema -como lo muestran las otras dimensiones- es que un buen gobierno exige algo más que la voluntad de llevarlo a cabo.
¿Representó a las instituciones?
La política -se ha dicho hasta el cansancio- no es puro management , simple sagacidad técnica y eficiencia. La política supone también la capacidad de poner en escena el valor de las instituciones. La mera autenticidad -la fidelidad a las propias emociones a la hora de ejercer un cargo público- no funciona, salvo en personalidades especialmente carismáticas. Cuando no se tiene carisma -cuando no se está "dotado de gracia"- es mejor refugiarse en las reglas, aferrarse a la circunspección del cargo.
Y Piñera, mal que le pese, no tiene carisma. Pero él no lo sabe. Él piensa que su subjetividad es atractiva y empática.
Ese grave malentendido respecto de sí mismo lo hace cometer errores severos: desde tener una visión puramente instrumental de las reglas y de las formas, hasta mostrarse demasiado satisfecho y contento consigo mismo en sus apariciones. Alguien debiera explicarle que la simpatía es un automatismo que no se logra de manera deliberada.
Así, quizá dejaría de representarse sólo a sí mismo. Y comenzaría también a representar las instituciones de las que deriva su legitimidad.
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