En contraste, por esos mismos días, un ex militante socialista, confirmando aquello de que no hay peor astilla que la del mismo palo, sacaba cuentas alegres de la misma derrota, se frotaba las manos y hasta parecía genuinamente contento y feliz de la vida, radiante y pletórico de eso que en la izquierda se conoce como “optimismo histórico”. Ese sentimiento parecido a las ínfulas de superioridad del que cree que todo lo sabe y que en su beatería actúa convencido de que pase lo que pase, tropiezos más o menos, a la postre el sentido de la historia está inexorablemente de su lado y, que por lo tanto, hasta cabría sentarse a esperar lo que habrá de pasar, contra viento y marea.
El personaje, desde su izquierdismo voluntarista y miope, trataba de convencerme de que el triunfo de la derecha, lejos de constituir una desgracia como a mí me lo parecía, era poco menos que una gran noticia para Chile, y por sobre todo, una circunstancia estratégicamente favorable para la izquierda auténticamente consecuente, es decir, a la que el mismo adscribía. Pues confiaba ciegamente en que el fuego purificador de la derrota que la derecha acababa de propinarnos, pudiera al fin consumir a aquellos a los que se refería como izquierdistas de papel, esos que habían transado sus valores y principios, pactado con la derecha y administrado el modelo heredado de la dictadura, según sus entusiastas palabras.
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