martes, 1 de marzo de 2011

El festival de la libertad - por Carlos Peña


Carlos Peña


vía emol

El Festival de Viña -lo critican por chabacano y ramplón, pero todos se sientan a verlo o fisgonean desde lejos el televisor- plantea dos o tres problemas públicos de interés.

Uno de ellos es relativo al sentido de la cultura de masas. El otro se refiere a los límites del chiste cuando él afecta a minorías.

Hay quienes piensan que entre la multitud de bienes simbólicos que los seres humanos producen, hay algunos que son intrínsecamente meritorios, y otros que, en cambio, son detestables. El buen gusto -que las minorías excelsas ejercitarían de modo espontáneo- consistiría en la capacidad de trazar una línea entre ambos. La cultura de masas, en cambio, borraría esa línea y, así, pondría lo que vale la pena al lado de lo que no, confundiendo al público y arriesgando el peligro de que las mayorías consuman con igual atención, y sin distinguirlo, lo vulgar y lo sublime.

En esa queja contra la cultura de masas, la izquierda y la derecha se encuentran.

La izquierda mira con desconfianza ese tipo de manifestaciones. Ve en ellas una típica forma de alienación, un producto más o menos desquiciado del mercado que desvía a las personas de sus verdaderos intereses. Cuando las masas se dejan seducir por la entretención vulgar -pensaron alguna vez Adorno y Horkheimer-, se alelan y anestesian su espíritu rebelde. La derecha conservadora no está muy lejos de esos diagnósticos. Sólo que allí donde los intelectuales de izquierda ven alienación, ella ve simple vulgaridad y ordinariez, un abandono del buen gusto, cuya custodia -pensó alguna vez Ortega- las minorías excelsas desgraciadamente abandonaron.

El Festival de Viña sería un ejemplo de esa industria de masas que, para pérdida del espíritu humano, hace que una canción popular y Beethoven (como temió alguna vez Adorno) principien a valer lo mismo.

¿No sería mejor, entonces, aprovechar la audiencia de ese Festival para divulgar cosas de valor que enaltezcan el espíritu y los valores familiares en vez de borronearlo y entontecerlo con vulgaridades?

Ese tipo de quejas parecen plausibles; pero siempre conducen a extremos inaceptables. Para evitar que las masas consuman lo que esos críticos estiman es basura, habría que instituir alguna forma de control del discurso incompatible con una sociedad democrática. En este tipo de sociedad, los seres humanos adultos -incluidos los que a las minorías parecen ordinarios- tienen derecho a ver y consumir lo que les plazca. Y las minorías excelsas -esas que creen tener la facultad de asomarse al misterio de lo humano- están en su derecho de cerrar los ojos o encerrarse en sus libros (cuando leen).

No hay caso. El Festival de Viña -como cualquier otro espectáculo entregado a la libre elección de los consumidores- muestra lo que es obvio: cuando se da libertad a la gente, la gente escoge lo que le place.

¿Por qué eso podría ser malo y digno de control?

Pero no es sólo su carácter de espectáculo masivo lo que ha dado ocasión para la crítica. También ha causado alguna irritación el humor que se burla de las minorías, en particular de los homosexuales.

A primera vista, ésta es una queja razonable. En una sociedad democrática, podría argüirse, todas las personas tienen derecho a ser tratadas con respeto y con consideración, al margen de cuáles sean sus creencias o su orientación sexual. ¿Acaso no atenta contra ese principio el chiste que hace escarnio de una forma de vida en particular?

Las minorías tienen derecho a vivir como escojan y a que el Estado las trate con estricta neutralidad; pero no tienen derecho a controlar el discurso ajeno (salvo cuando se trata de un discurso de odio). Un mundo donde cada minoría, religiosa, sexual o de cualquier índole, pudiera controlar el discurso, incluso humorístico, de las demás, estaría condenado a la mudez y al silencio. El chiste tendencioso u hostil (así lo llamó Freud) que sublima sentimientos agresivos o de desprecio, también está cubierto por la libertad de expresión.

Así, entonces, a quejarse menos.

No se puede tener a la vez mercado y puras virtudes; libertad de consumo y sólo cultura refinada; libertad de expresión y únicamente frases amables. Allí donde hay libertad -lo mostró el Festival- todo se mezcla.

2 comentarios:

Joaquín Novoa dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Joaquín Novoa dijo...

Carlos, no puedo estar más de acuerdo con lo que escribes y con el modo en que lo escribes. Aunque veo que tiendes a la imparcilidad y quedo un poco indeciso respecto de si planteas algo a modo de sugerencia o simplemente quisiste mostrar la manera en que, "en esta sociedad democrática", lo burdo y lo excelso se tienen que mezclar si lo que se quiere es respetar unos valores propios de nuestra idiosincracia política.